COMPLEJO DE JONAS
Quisiera dirigir mi atención hacia una de las muchas razones de lo que
Angyal denominó la evasión del
crecimiento. Todos tenemos un impulso hacia el propio perfeccionamiento, un impulso hacia una mayor actualización de nuestras potencialidades, hacia la autorrealización, la plena humanidad,
plenitud humana o como se le quiera llamar. Concedido esto, ¿qué nos lo impide?
¿Qué nos bloquea?
Encuentro con el Destino |
Una de estas defensas contra el crecimiento, a la que desearía referirme en
especial porque no se ha reparado mucho en ella es la que voy a denominar
"el complejo de Jonás".
En mis apuntes califiqué en un principio a esta defensa de «miedo a la
propia grandeza» o «evasión del propio destino» o «huida de
nuestros mejores talentos». Quería subrayar, tan lisa y llanamente como me
fuera posible, el punto de vista no-freudiano según el cual tememos tanto
a lo mejor como a lo peor de nosotros mismos, aunque de modo diferente.
La mayoría de nosotros podríamos ser mejores de lo que en realidad somos. Todos
tenemos potencialidades sin usar o sin desarrollar plenamente. En realidad,
muchos de nosotros esquivamos las vocaciones (llamada, destino, tarea o misión
en la vida) sugeridas por nuestra constitución. Tendemos a rehuir las
responsabilidades dictadas (o más bien insinuadas) por la naturaleza, el
destino, incluso a veces por accidente, tal como Jonás intentó —en vano—
escapar de su destino.
Tememos a nuestras máximas posibilidades (así como a las más bajas). Por lo general nos asusta llegar a ser aquello que vislumbramos en
nuestros mejores momentos, en las condiciones más perfectas y de mayor coraje. Gozamos
e incluso nos estremecemos ante las divinas posibilidades que descubrimos en
nosotros en tales momentos cumbre, pero al mismo tiempo temblamos de debilidad,
pavor y miedo ante esas mismas posibilidades.
…
No solamente somos ambivalentes con respecto a nuestras máximas
posibilidades, sino que también estamos en perpetuo, y creo que universal -tal
vez incluso necesario- conflicto y ambivalencia respecto de esas mismas
posibilidades supremas en los otros y en la naturaleza humana en general. Es cierto que amamos y admiramos a las personas buenas, santas, honestas,
virtuosas y puras. Pero quien haya profundizado en la naturaleza humana ¿puede,
acaso, ignorar los sentimientos confusos y a menudo hostiles hacia los santos,
los hombres y mujeres de gran belleza, los grandes creadores o los genios
intelectuales? No es necesario ser psicoterapeuta para captar este
fenómeno, que podemos llamar «contra-valoracion». Hallaremos mil
ejemplos en cualquier texto histórico, e incluso diría que una investigación
histórica del tema no arrojaría ni una sola excepción a lo largo de toda la
historia de la humanidad. Evidentemente, amamos y admiramos a todos los que han
encamado la verdad, el bien, la belleza, la justicia, la perfección y el éxito
supremo. Y con todo, nos hacen sentir incómodos, ansiosos, confusos, quizás
un poco celosos o envidiosos, un poco inferiores y torpes. Generalmente nos hacen perder nuestro aplomo,
nuestro autocontrol y autoestima (Nietzche es, en este sentido, todavía nuestro
mejor maestro).
He aquí la primera pista. Mi impresión hasta ahora es que la simple
presencia de las grandes personas, el hecho de que sean lo que son, nos hace
tomar conciencia de nuestra menor valía, independientemente de que se lo
propongan o no. Si este efecto es inconsciente y no sabemos por qué nos
sentimos estúpidos, feos o inferiores siempre que aparece una persona así, lo
más probable es que respondamos con una proyección, es decir, que reaccionemos
como si ella estuviera tratando de hacernos sentir inferiores, como si fuéramos
su blanco. La hostilidad es, en este caso, una consecuencia comprensible. Pero
a mi entender, la percepción consciente tiende a frenar esta hostilidad. Si estamos dispuestos a ser autoconscientes y a
autoanalizar nuestras contra-valoraciones, es decir, nuestro miedo y odio
inconscientes hacia la gente veraz, buena, hermosa, etc., lo más probable es
que seamos menos rencorosos con ellos. Y aun aventuraría la conjetura de que si
podemos aprender a amar más cabalmente los valores supremos en los otros, tal
vez consigamos amar estas cualidades en nosotros mismos, sin temerlas tanto.
El pavor ante lo supremo de lo cual Rudolf Otto nos ha ofrecido la
descripción clásica, también concuerda con esta dinámica. Si unimos esto a las
incisivas observaciones de Mircea Eliade sobre la sacralización y desacralización, tendremos más
conciencia de la universalidad del miedo a la confrontación directa con un dios
o con lo divino. En algunas religiones la muerte es la consecuencia inevitable.
En la mayoría de las sociedades que no conocen la escritura hay objetos y
lugares que son tabú por ser demasiado sagrados y en consecuencia demasiado
peligrosos. En el último capítulo de mi Psychology of Science doy ejemplos,
tomados en su mayor parte de la ciencia y la medicina, de desacralización y
resacralización, y trato de explicar la psicodinámica de estos procesos que se
reduce, generalmente, al pavor ante lo supremo y lo mejor. (Quiero subrayar que
ese pavor es intrínseco, justificado, justo, adecuado, más que una enfermedad o
fracaso que haya que «curar».)
Pero una vez más mi impresión al respecto es que ese pavor y ese miedo no
son necesaria y únicamente negativos, algo que nos empuje a huir o a
acobardamos, sino que también son sentimientos deseables y agradables, capaces
incluso de transportarnos hasta el máximo grado de éxtasis y embelesamiento.
Entiendo que la percepción consciente y profunda, y la «elaboración», en el
sentido freudiano, también contribuyen a dar la respuesta. Este es el mejor
camino que conozco para la aceptación de nuestros poderes supremos y de
cualquier componente de grandeza, bondad, sabiduría o talento que hayamos
ocultado o evadido.
Una aclaración incidental útil para mí proviene del intento de comprender
por qué las experiencias cumbre son normalmente breves y transitorias. La
respuesta es cada vez más clara. ¡Sencillamente no tenemos fuerzas suficientes
para soportar más! Es algo demasiado agotador y estremecedor. Los que viven
momentos de éxtasis exclaman a menudo: «Es demasiado», «no puedo soportarlo» o
«podría morir». Al recoger estas descripciones, pienso a veces: Si, podrían
morir. Es imposible soportar por mucho tiempo una felicidad delirante. Nuestro
organismo es demasiado débil para una gran dosis de grandeza, como tampoco soportaría
orgasmos de una hora de duración, por ejemplo.
El término «experiencia cumbre» es más adecuado de lo que creí al
principio. La emoción aguda ha de ser culminante y momentánea y debe dar paso a
un estado de serenidad no extática, de felicidad más reposada, y a los placeres
intrínsecos del conocimiento lúcido y contemplativo de los bienes supremos. La
emoción culminante no puede perdurar, pero el conocimiento-del-Ser si puede.
¿No nos ayuda esto a entender nuestro complejo de Jonás? Responde, en parte,
al miedo justificado a ser desgarrados, descontrolados, destrozados y
desintegrados, e incluso a que la experiencia nos mate. Después de todo, las
grandes emociones pueden de hecho abrumarnos. Creo que el miedo a entregarnos a
una experiencia tal, miedo que nos recuerda todos los miedos paralelos que
encontramos en la frigidez sexual, se comprende mejor si nos familiarizamos con
la bibliografía de la psicodinámica y la psicología profunda, así como con la
psicofisiología y la psicosomática clínica de las emociones.
Todavía he tropezado con otro proceso psicológico en mis exploraciones
sobre el fracaso en la realización del yo. Esta evasión del crecimiento puede
generarse a causa del miedo a la paranoia, algo que ya se ha dicho en un
lenguaje más universal. Las leyendas prometeicas y fáusticas están presentes en
prácticamente todas las culturas. Los griegos, por ejemplo, lo denominaron
miedo a "hybris" [orgullo desmesurado, soberbia desmedida]. También
se lo ha calificado de «orgullo pecaminoso», lo que es por cierto un problema
humano permanente. Quien se dice: «Si, seré un gran filósofo, reescribiré a
Platón y lo haré mejor» debe, tarde o temprano, quedar anonadado ante su propia
ambición y arrogancia. Especialmente en sus momentos de debilidad se dirá:
«¿Quién? ¿Yo?» y pensará que todo eso no es más que una loca fantasía o temerá
incluso que sea un delirio. Al comparar el conocimiento que tiene de su yo
íntimo, con todas sus debilidades, vacilaciones y defectos, con la imagen
brillante, resplandeciente, perfecta y sin tacha que tiene de Platón, se
sentirá presuntuoso y rimbombante. (De lo que no se percata es de que cuando
Platón hacía examen de conciencia debió de sentirse consigo mismo de igual
manera, pero continuó su camino a pesar de todo, superando sus dudas sobre sí
mismo.)
Para algunos, esta evasión del crecimiento personal, estableciendo bajos
niveles de aspiración, el miedo a hacer aquello que podemos hacer, la
automutilación voluntaria, la seudoestupidez y la falsa modestia son, en
realidad, defensas contra los delirios de grandeza, la arrogancia, el orgullo
pecaminoso, la hybris. Los hay que son incapaces de conseguir una integración
elegante de humildad y orgullo, imprescindible para el trabajo creativo. Para
inventar o crear es necesario poseer la «arrogancia de la creatividad» que
muchos investigadores han señalado. Pero si únicamente se tiene arrogancia sin
humildad, entonces se es un paranoico. Debemos ser conscientes no sólo de
las posibilidades divinas en nosotros, sino también de las limitaciones humanas
existenciales. Hemos de ser capaces de reímos a la vez de nosotros mismos y
de toda pretensión humana. Si encontramos divertido al gusano que intenta ser
un dios, tal vez nos sea posible continuar en nuestro empeño y ser arrogantes
sin temor a la paranoia o a que la desgracia se cierna sobre nosotros. Es una
buena técnica.
Si se me permite, citaré otra técnica semejante que he visto practicar
mejor que a nadie a Aldous Huxley, quien ciertamente era un gran hombre en el
sentido que he estado precisando, un hombre que sabía aceptar sus talentos y
usarlos al máximo, cosa que logró gracias a su perpetuo asombro ante lo
interesante y fascinante que era todo, así como a su capacidad de maravillarse
como un niño ante el carácter mágico de las cosas, exclamando con frecuencia:
«Extraordinario, extraordinario!» Sabía contemplar el mundo con los ojos bien
abiertos, con una desenfadada inocencia, con reverencia y fascinación, todo lo
cual viene a ser una especie de confesión de pequeñez, una forma de humildad.
Pero luego se entregaba con calma y sin miedo a las grandes tareas que se había
impuesto.
Por último, remito al lector a un ensayo mío, importante en si mismo,
aunque también como el primero en una posible serie. Su título, «La necesidad
de conocer y el miedo al conocimiento», ilustra bien lo que quiero decir acerca
de cada uno de los valores intrínsecos o últimos que he denominado
Valores-del-Ser. Lo que intento decir es que estos valores últimos, que también
considero como las necesidades supremas o metanecesidades, caen, como todas las
necesidades básicas, dentro del esquema freudiano fundamental de impulso y
defensa frente a éste. Por consiguiente, es ciertamente demostrable que
necesitamos la verdad, que la amamos y buscamos. Sin embargo, es igualmente
fácil demostrar que al mismo tiempo nos asusta conocer la verdad. Ciertas
verdades, por ejemplo, automáticamente acarrean responsabilidades que pueden
producir angustia. Un modo de eludir la responsabilidad y la angustia consiste,
sencillamente, en evadir la conciencia de la verdad.
Preveo que descubriremos una dialéctica semejante para cada uno de los
intrínsecos Valores-del-Ser, y he pensado vagamente escribir una serie de
ensayos sobre, por ejemplo, «El amor a la belleza y nuestro desasosiego ante
ella.» «Nuestra búsqueda de la excelencia y nuestra tendencia a destruirla»,
etc. Es evidente que estos contra-valores son más intensos en los neuróticos,
pero me parece que todos debemos hacer las paces con estos impulsos negativos
interiores a nosotros mismos. Mi impresión hasta ahora es que el mejor modo de
lograrlo es transmutando la envidia, los celos, el presentimiento y la bajeza en
admiración humilde, gratitud, aprecio, adoración e incluso reverencia mediante
la percepción consciente y la elaboración. Este es el camino hacia los sentimientos
de pequeñez, debilidad e indignidad, y hacia la aceptación de esos sentimientos
en lugar de la necesidad de proteger, mediante el ataque una autoestima
falsamente elevada.
Me parece obvio, una vez más, que la comprensión de este problema
existencial básico debe ayudamos a incorporar los Valores del Ser, no sólo en
otros sino también en nosotros mismos, contribuyendo así a solucionar el
complejo de Jonás.
Maslow, Abraham (1971). La personalidad creadora. (9ª ed). Trillas:
México. 2008. Pp. 58-65.
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Este es una sección entera de un capítulo del libro de Maslow llamado "la personalidad creadora" o con otro título, "la amplitud del potencial humano".
Para los que no conozcan quien fue Jonás: profeta bíblico que recibió una misión por parte de Dios de ir a predicar a una ciudad, pero decidió huir de dicha encomienda. Encontrándose en un barco y habiéndose desatado una tempestad, la tripulación decidió lanzar a Jonás al mar al enterarse que la tempestad era debido a que Jonás no asumía su destino. Jonás fue "tragado" por una ballena, en cuyo vientre estuvo por tres (3) días, reflexionando, hasta que tomó la decisión de sí atender al llamado (vocación) del Destino. (Ver Libro de Jonás en la Biblia).
Hay que diferenciar entre los diferentes núcleos de conciencia del Ser, tal como la Sabiduría espiritual de la antigüedad en las diferentes cultural y más recientemente la Psicología Transpersonal nos lo enseñan: el hombre, que es un "todo físico-químico-biológico-psicológico-social-cultural-ético-espiritual", posee diversos niveles de conciencia (inconsciente colectivo, inconsciente personal, subconsciente, sueño, semisueño, vigilia o conciencia ordinaria, supraconsciencia), y estructuralmente cuenta con diversos núcleos de conciencia: el yo inferior que "habita" en nuestra "infraconciencia", el yo psicológico o ego, propio del nivel de conciencia ordinario o de vigilia, y los núcleos de supraconciencia, clásicamente llamados "alma" (yo superior, ángel solar, etc.) y "espíritu" (atman, mónada, yo evolutivo o transcendental, etc.). Además de éstos, está el nivel divinidad de nuestro Ser, que es la versión holográfica de "Dios en nosotros".
Lo anterior nos lleva a que haya que hacer la siguiente corrección a la "hybris" griega evocada por Maslow en este escrito: el sentimiento de temor ante lo tremebundo de Lo Sagrado proviene de nuestro ego, la "loca de la casa" como bien describieron Freud y Jung al ego por su pretensión de control total de sí y de su entorno, que no pasa de ser un control ilusorio. Pues bien, es el ego quien se siente desbordado por las "experiencias cumbres o pico" que Maslow describe, pasando a tomar el primer plano otros núcleos de conciencia nuestros luego de la "disolución temporal del ego" (pequeña muerte), núcleos como el "yo superior" o el "espíritu primordial" o el nivel Divinidad. Esto nos revela algo que los griegos desconocían: en cada uno de nosotros habita un núcleo divino o "proyección holográfica" de Dios, tal como Cristojesús nos lo digo: "¿No está escrito en vuestra ley: Yo dije, Dioses sois?" (Jn, 10:34) o "Yo dije: «Vosotros sois dioses, y todos sois hijos del Altísimo.»" (Salmos, 82:6). Siendo esto así, como se vive en estados no ordinarios de consciencia (oración, meditación, yoga, taichi, experiencias cumbres o de "flow", etc.) y como lo han descrito los psicólogos y psiquiatras transpersonales (Jung, Roberto Assagioli, Stanislav Grof, etc.), entonces la "hybris" es algo propio también de nuestro ego, quien sufre un proceso de "inflación" (Jung) o de delirio de grandeza, en vez de ocupar su lugar dentro de la "estructura multidimensional del Ser" y que sean otros núcleos de nuestra supraconciencia (Sri Aurobindo los llama sobremente y supermente) los que tomen la batuta y pasen a manifestar sus Virtudes, Dones y Valores-del-Ser superior nuestro.
Recordemos el acertado señalamiento que Maslow nos da en el escrito que acá transcribimos: ante las personas que manifiestan la grandeza de su Ser superior (virtudes de su Alma, dones o poderes de su espíritu), sean personas altamente virtuosas o geniales (en el plano científico, artístico, político o ético-social) o "personas autorrealizadas" (o autorrealizantes), iluminados, o que han alcanzado el "Estado de Despiertos", lo que tendemos a manifestar muchas veces (consciente o inconscientemente) son "contravalores" o "antivalores", como la envidia, el resentimiento, los celos, el odio, la minusvalía, la desesperanza, etc. Y hay culturas que son más propicias, considero, a manifestar colectivamente estos sentimientos o "bajas pasiones", como la nuestra, donde poco se cultiva y estimula la motivación al logro y a la excelencia, y se busca la aceptación a través de una cultura de "igualitarismo a ultranza". Estas bajas pasiones incluso se dan entre nuestros diferentes núcleos de consciencia: desde nuestro "yo inferior" o Sombra o desde nuestro ego sentimos envidia rencorosa u odio hacia nuestra misma grandeza (nuestro yo superior y nuestro yo evolutivo). Es importante concientizar estas bajas pasiones y buscar su "transmutación" o nuestra "liberación" de ellas, asumiendo nuestras "posibilidades divinas", la realidad sagrada de nuestro Yo Espiritual, con lo cual iremos más allá de la polaridad "hybris - impotencia" y autorrealizaremos nuestro Ser en nuestra vida cotidiana.
Wladimir Oropeza Hernández